Hoy se celebra la festividad de Santa Eulalia de Mérida (Emerita Augusta en 292 - † Emerita Augusta 10 de diciembre de 304), la que tiempos muy lejanos fue patrona de nuestro pueblo y que todavía hoy le da nombre con esa variante o diminutivo de "Santa Olalla".
Biografía
Eulalia nació en Emerita Augusta (Mérida) aproximadamente en el año 292. Algunas fuentes datan su vida más tarde, y ponen su martirio en el tiempo del emperador Traiano Decio (249-251). Era hija del senador romano Liberio y tanto ella como toda su familia eran cristianos.
Cuando Eulalia cumplió los doce años apareció el decreto del emperador Diocleciano prohibiendo a los cristianos dar culto a Jesucristo y mandándoles adorar a los ídolos paganos. La niña sintió un gran disgusto por estas leyes tan injustas y se propuso protestar ante los delegados del gobierno.
Viendo su madre y su padre que la joven podía correr algún peligro de muerte si se atrevía a protestar contra la persecución de los gobernantes, se la llevaron a vivir al campo, en una casa situada en las orillas del arroyo Albarregas, pero ella se vino de allá y llegó a la ciudad de Mérida, según la tradición, el 10 de diciembre del año 304, tras una travesía que, según sus biógrafos, estuvo llena de intercesiones milagrosas.
Eulalia se presentó ante el gobernador Daciano y le protestó valientemente diciéndole que esas leyes que mandaban adorar ídolos y prohibían a Dios eran totalmente injustas y no podían ser obedecidas por los cristianos.
Daciano intentó al principio ofrecer regalos y hacer promesas de ayudas a la niña para que cambiara de opinión, pero al ver que ella seguía fuertemente convencida de sus ideas cristianas, le mostró todos los instrumentos de tortura con los cuales le podían hacer padecer horriblemente si no obedecía a la ley del emperador que mandaba adorar ídolos y prohibía adorar a Jesucristo. Y le dijo: "De todos estos sufrimientos te vas a librar si le ofreces este pan a los dioses, y les quemas este poquito de incienso en los altares de ellos". La jovencita lanzó lejos el pan, echó por el suelo el incienso y le dijo valientemente: "Al sólo Dios del cielo adoro; a Él únicamente le ofreceré sacrificios y le quemaré incienso. Y a nadie más".
Entonces el juez pagano mandó que la destrozaran golpeándola con varillas de hierro y que sobre sus heridas colocaran antorchas encendidas. La hermosa cabellera de Eulalia se incendió y la jovencita murió quemada y ahogada por el humo.
Dice el poeta Prudencio que al morir la santa, la gente vio una blanquísima paloma que volaba hacia el cielo, y que los verdugos salieron huyendo, llenos de pavor y de remordimiento por haber matado a una criatura inocente. La nieve cubrió el cadáver y el suelo de los alrededores, hasta que varios días después llegaron unos cristianos y le dieron honrosa sepultura al cuerpo de la joven mártir. Allí en el sitio de su sepultura se levantó un templo de honor de Santa Eulalia, y dice el poeta que él mismo vio que a ese templo llegaban muchos peregrinos a orar ante los restos de tan valiente joven y a conseguir por medio de ella muy notables favores de Dios.
El culto de Santa Eulalia se hizo tan popular que san Agustín hizo sermones en honor de esta joven santa. Y en la muy antigua lista de mártires de la Iglesia Católica, llamada "Martirologio romano", hay esta frase: "el 10 de diciembre, se conmemora a Santa Eulalia, mártir de España, muerta por proclamar su fe en Jesucristo".
La tradición coincide con la leyenda de Santa Eulalia de Barcelona, que reproduce, además del nombre, múltiples hechos y tormentos de la santa de Mérida, pudiendo tratarse de una duplicación de personalidad hagiográfica. Esta duplicidad fue estudiada por Ángel Fábrega Grau, quien en 1958 publicó Santa Eulalia de Barcelona, revisión de un problema histórico, y por bolandistas en su Analecta Bollandistae, sin llegar a una resolución concluyente.
Martirios. Así narra los martirios de Eulalia de Mérida, el poeta Prudencio (S. IV):
De madrugada, antes de la salida del sol, llegó a la ciudad, y, valerosa, se presentó ante el tribunal, en medio de cuyos lectores vociferó a los magistrados: "Decidme, ¿qué furia es esa que os mueve a hacer perder las almas, a adorar a los ídolos y negar al Dios criador de todas las cosas? Si buscáis cristianos, aquí me tenéis a mí: soy enemiga de vuestros dioses y estoy dispuesta a pisotearlos; con la boca y el corazón confieso al Dios verdadero. Isis, Apolo, Venus y aun el mismo Maximiliano son nada: aquéllos porque son obra de la mano de los hombres, éste porque adora a cosas hechas con las manos. No te detengas, pues, sayón; quema, corta, divide estos mis miembros; es cosa fácil romper un vaso frágil, pero mi alma no morirá, por más acerbo que sea el dolor",
Airado sobremanera el pretor al oír tales requerimientos, ordenó furioso: "Lector, apresa esta temeraria y cúbrela de suplicios para que así sepa que hay dioses patrios y que no es cosa baladí la autoridad del que manda", Pero inmediatamente, como volviendo sobre sí, dijo el pretor a Eulalia: "Mas, antes de que mueras, atrevida rapazuela, quiero convencerte de tu locura en lo que me es posible. Mira cuántos goces puedes disfrutar, qué honor puedes recibir de un matrimonio digno. Tu casa, deshecha en lágrimas, te reclama: gimiendo estará la angustiada nobleza de tus padres, puesto que vas a caer, tan tiernecita, en vísperas de esponsales y de bodas. ¿O es que no te importan las pompas doradas de un lecho ni el venerable amor de tus ancianos padres, a quienes con tu obstinada temeridad vas a quitar la vida? Mira, ahí están preparados los instrumentos del suplicio: o te cortarán la cabeza con la espada, o te despedazarán las fieras, o se te echará al fuego, y los tuyos te llorarán con grandes lamentos, mientras tú te revolverás entre tus propias cenizas. ¿Qué te cuesta, di, evitar todo esto? Con que toques tan sólo con la punta de tus dedos un poco de sal y un poquito de incienso, quedarás perdonada".
Pero Eulalia nada respondió, sino que, arrebatada de indignación, escupió al rostro del pretor, arrojó al suelo los ídolos que tenía delante de sí, y de un puntapié echó a rodar la torta sacrifical puesta sobre los incensarios.
Inmediatamente dos verdugos se aprestaron a desgarrar sus tiernos pechos y los garfios abrieron sus virginales costados hasta llegar a los huesos, mientras Eulalia tranquilamente contaba sus heridas.
Al contemplar aquella carnicería, Eulalia decía al Señor sin lágrimas ni sollozos: "He aquí que escriben tu nombre en mi cuerpo. ¡Cuán agradable es leer estas letras, que señalan, oh Cristo, tus victorias! La misma púrpura de mi sangre exprimida habla de tu santo nombre".
Y tan abstraída estaba la mártir en su oración, que el dolor atroz que debían causarle aquellos tormentos pasaba totalmente desapercibido, a pesar de que sus miembros, regados con tierna sangre, bañaban de continuo la piel con nuevos borboteos calientes.
Ante aquella intrepidez, los esbirros se dispusieron a aplicarla el último tormento; mas no se contentaron con propinarla azotes que la desgarraran fieramente la piel, que sería poco, sino que la aplicaron por todas partes, al estómago, a los flancos, hachones encendidos. Pero, así que la perfumada cabellera que se deslizaba ondulante por el cuello y se desparramaba suelta por los hombros para cubrir la pudibunda castidad y la gracia virginal de la mártir tocó el chisporroteo de las teas, la llama crepitante voló sobre su rostro, nutriéndose con la abundante cabellera, y la envolvió por completo. Y la virgen, deseosa de morir, se inclinó hacia la llamarada y la sorbió con su boca,
Y, ¡oh maravilla!, he aquí que de su boca salió, rauda, una paloma más blanca que la nieve, que, hendiendo el espacio, tomó el camino de las estrellas: era el alma de Eulalia, blanca y dulce como la leche, ágil e incontaminada. Así lo vieron estupefactos y dieron de ello testimonio el verdugo y el mismo lictor al huir aterrorizados y arrepentidos. La Virgen torció delicadamente el cuello a la salida del alma; apagóse el fuego de la hoguera, y, por fin. quedaron en paz los restos exánimes de la mártir. Todo esto acaeció un día 10 de diciembre.
El cielo cuidó en seguida de velar por el tierno cuerpo de aquella virgen y rendirle las debidas honras fúnebres, porque al punto cayó una nevada que cubrió el foro, y en él el cuerpecito de Eulalia, que yacía abandonado en la helada intemperie como para protegerlo con una grácil mantilla blanca.
Tal es la primorosa descripción que nos dejó Prudencio del martirio de Eulalia de Mérida, en admirable coincidencia con las actas que sobre estas mismas hazañas escribiera un testimonio ocular. ¡Cuán distinto es el sabor y cuán lejos de la realidad histórica están otras "vidas" de la Santa emeritense!
Sigilosamente se aprestarían los cristianos de Mérida a rescatar las preciosas reliquias de aquella intrépida niña que con su muerte acababa de dar tan espléndido testimonio de la fe. Embalsamarían delicadamente su cuerpo y le darían sepultura precisamente en aquel mismo lugar donde pasada la tremenda borrasca de la persecución, se levantó una espléndida basílica, cuyo mármol bruñido -según testimonio de Prudencio, que la vio- iluminaba con cegadores resplandores sus atrios, donde los resplandecientes techos brillaban, con áureos artesonados y los pavimentos de mármol jaspeados daban al peregrino la sensación de pasear en un prado en que se entremezclaban y combinaban las rosas con las demás flores. Y con un lirismo exultante termina el poeta su descripción: "Fuera las lágrimas dulzonas y melindrosas... Cortad, vírgenes y donceles, purpúreas amapolas, segad los encendidos azafranes: no carece de ellos el invierno fecundo, pues el aura tépida despierta los campos para llenar de flores los canastillos. Ofreced, ¡oh jóvenes!, estos presentes, que yo, en medio del corro también quiero llevar una corona en estrofas de poesía, vil y ajada, pero alegre y festiva. Así conviene venerar los huesos que yacen bajo el altar; ella mientras tanto, a los pies de Dios, ve todo esto e intercede, benévola, por nosotros".