viernes, 16 de octubre de 2015

El Martirio de Santa Olalla por Federico García Lorca


I PANORAMA DE MÉRIDA


Por la calle brinca y corre 
caballo de larga cola, 
mientras juegan o dormitan 
viejos soldados de Roma. 
Medio monte de Minervas 
abre sus brazos sin hojas. 
Agua en vilo redoraba 
las aristas de las rocas. 
Noche de torsos yacentes 
y estrellas de nariz rota 
aguarda grietas del alba 
para derrumbarse toda. 
De cuando en cuando sonaban 
blasfemias de cresta roja. 
Al gemir, la santa niña 
quiebra el cristal de las copas. 
La rueda afila cuchillos 
y garfios de aguda comba. 
Brama el toro de los yunques, 
y Mérida se corona 
de nardos casi despiertos 
y tallos de zarzamora.

II EL MARTIRIO

Flora desnuda se sube 
por escalerillas de agua. 
El Cónsul pide bandeja 
para los senos de Olalla. 
Un chorro de venas verdes 
le brota de la garganta. 
Su sexo tiembla enredado 
como un pájaro en las zarzas. 
Por el suelo, ya sin norma, 
brincan sus manos cortadas 
que aún pueden cruzarse en tenue 
oración decapitada. 
Por los rojos agujeros 
donde sus pechos estaban 
se ven cielos diminutos 
y arroyos de leche blanca. 
Mil arbolillos de sangre 
le cubren toda la espalda 
y oponen húmedos troncos 
al bisturí de las llamas. 
Centuriones amarillos 
de carne gris, desvelada, 
llegan al cielo sonando 
sus armaduras de plata. 
Y mientras vibra confusa 
pasión de crines y espadas, 
el Cónsul porta en bandeja 
senos ahumados de Olalla.

III INFIERNO Y GLORIA

Nieve ondulada reposa. 
Olalla pende del árbol. 
Su desnudo de carbón 
tizna los aires helados. 
Noche tirante reluce. 
Olalla muerta en el árbol. 
Tinteros de las ciudades 
vuelcan la tinta despacio. 
Negros maniquíes de sastre 
cubren la nieve del campo 
en largas filas que gimen 
su silencio mutilado. 
Nieve partida comienza. 
Olalla blanca en el árbol. 
Escuadras de níquel juntan 
los picos en su costado.


Una Custodia reluce 
sobre los cielos quemados 
entre gargantas de arroyo 
y ruiseñores en ramos. 
¡Saltan vidrios de colores! 
Olalla blanca en lo blanco. 
Ángeles y serafines 
dicen: Santo, Santo, Santo.


Federico García Lorca, 1928